Picota


–¿Qué me van a hacer?

        Ashley se arrepiente apenas termina de salir de su boca la última palabra. ¿Qué más pueden hacerle sino eso? Qué estúpida. Demasiadas series gringas con final feliz por el Canal 5. Con todo, el tipo de cabello teñido de naranja y corte estilo Neymar le responde sin dejar de sacar rollos de cuerda de una caja de cartón:

        –Te va a cargar la verga –se limpia las manos en su pantalón, de por sí manchado de grasa, como si fuera un mecánico, y se ríe–: a tus amigos también, pero a ti más que a todos, morra culera.

        Ella intenta cambiar de posición: tiene las piernas acalambradas y llenas de picaduras de mosquitos. Pero los cinchos de plástico en sus tobillos se lo impiden. ¿Por qué tuvo que preguntar? Si alguien te dice la verdad a la primera es porque no te tiene miedo, porque sabe que la única persona que tendría que estar aterrada eres tú.

        Siente el riachuelo de sudor bajar incesante a lo largo de su columna vertebral y anidar entre sus nalgas. Tiene las pantaletas encharcadas y no solo de sudor. No hay baño y orinar en cuclillas con las piernas atadas no es fácil. Si Tampico en verano, al aire libre, es insoportable, aquel cuarto cerrado, sin ventanas, es una olla de agua hirviendo. El aire caliente la sume en un sueño febril. Se duerme. No sabría decir cuánto tiempo pasa así.

        –¿Cómo te llamas? –La mano del tipo que se parece a Neymar aprieta por debajo de su quijada hasta que la lengua se le sale por entre los labios. Ella piensa en una vaca muerta que alguna vez vio en la carretera rumbo al Mante, con la lengua así de fuera. Tras unos largos segundos, la suelta.

        –Ashley Saraí.

        Él suelta una carcajada; algunos pedazos de la sopa Maruchan que masticaba aterrizan sobre la cara de Ashley. La risa le impide hablar. Como no tiene las manos libres para limpiarse, ella solo puede sacudir la cabeza para liberarse de la pasta adherida a su piel. Le resulta hilarante.

        –Nombre de putita –se acerca a ella e inhala–. Hiedes a madres.

        Con una serie de movimientos practicados, el Neymar la jala del cabello y la empuja con fuerza para que su cuerpo caiga de boca. Hincado, se abre la bragueta, mueve la pantaleta sucia hacia un lado y levanta las nalgas de Ashley con las manos. Hace un gesto de asco y la penetra. Con la cabeza ladeada sobre el cartón orinado en el que estaba sentada poco antes, los ojos de ella hacen contacto con los de otro hombre al que escuchó le dicen La Jaiba. Tiene la piel colorada, y observa la violación como la misma indiferencia con la que su abuelo inválido ve pasar los carros desde su silla de ruedas cuando lo sacan a tomar el fresco en la banqueta. Ashley cierra los párpados con fuerza hasta que ve chispitas y las lágrimas se le escapan.

        Quería un iPhone, el más nuevo. Su mamá había dicho que no, que era fecha que no terminaba de pagar la lavadora en Elektra. Eso era más importante. ¿O Ashley iba a lavar la ropa a mano encorvada sobre el lavadero? No, ¿verdad? Pero su madre no era más que una pinche sirvienta y tenía una mentalidad jodida, igual que su celular pedorro del Oxxo. Seguiría siendo una chacha toda su vida. No tenía aspiraciones. ¿Por qué no sacaba un teléfono para Ashley también en abonos? Vieja tacaña.

        Abre los ojos. Sus sentidos van despertando uno por uno, como si percibir todo al mismo tiempo fuera demasiado. Primero, un dolor generalizado en el área genital la hace estremecer. Son como oleadas de ácido que se generan allí, pero salen en ondas hasta alcanzar el resto de su cuerpo. Después un olor a mierda entra por su nariz y es registrado por su cerebro; la invaden las náuseas y aunque su cuerpo hace por vomitar, le es imposible. En tercer lugar llega la certeza de que la fuente de la pestilencia es ella misma y que uno de los dolores que la quiebran procede de su ano. Basta bajar la mirada para ver la porquería entre sus piernas. Está acalambrada por la posición. Pero nada de eso importa. Tiene mucha hambre. El estómago arde, araña, se queja contrayéndose en un dolor primigenio que no había experimentado jamás. Nada como cuando iba a la preparatoria y salía con ganas de llegar a casa para ver qué había preparado su mamá. O cuando corría a la esquina para alcanzar al carrito del señor que vendía elotes en grano. No. Esto era un hambre seria. Que mareaba. Que se sentía como un paso más cerca de la muerte. ¿O sería sed? No puede distinguir ya entre las dos exigencias de su cuerpo. No ve al chico con pelo de Neymar, pero La Jaiba la observa sentado sobre una silla de plástico.

        –Agua –dice Ashley con la garganta seca. Su propia voz es la de un monstruo.

        –Lo que la reina ordene. –La Jaiba se pone de pie y sale del cuarto. Ella escucha cómo le pone seguro a la puerta–. Está bien. Mientras regrese con agua. Escapar no es una prioridad ahora.

        No sabe cuántos minutos pasaron. Se quedó dormida esperando. Pero ahora la puerta se abre y entra La Jaiba. Tras él viene Neymar, balanceando una cubeta llena de agua. ¿No habrá vasos? piensa Ashley, pero no dice nada. No importa. Nada importa. Es curioso cómo cambian las prioridades. Hace poco lo más importante del mundo era tener ese iPhone nuevo y ahora todo se reduce a beber.

        –¿Quieres agua, pendeja, o mejor te doy un teléfono?

        ¿Cómo sabe lo del iPhone? ¿Quién se lo dijo? ¿O puede leer sus pensamientos? Ashley no sabe cuál de los dos hombres pronuncia las palabras porque vienen acompañadas de un golpe en cada oído. El dolor así es algo nuevo. El mundo entero se distorsiona en ondas lejanas. Tras unos segundos, o minutos, quién sabe, lo entiende al fin. Es una broma, un juego de palabras. El teléfono. Así se le dice a los zapes en las orejas. Ella también lo hizo. Con el dorso de la mano duele más, le había dicho El Cuervo. ¿Por qué golpeaba solo a las mujeres? No le contestó, pero ella sabía la respuesta. Las golpeaba porque eran bonitas. Eran bonitas a pesar de la jodidez de sus vidas y también porque llamaban la atención de él. Lo había sorprendido viéndolas varias veces.

        La Jaiba la toma por el cabello, la hace levantarse y la empuja frente a la cubeta. Sus rodillas se electrizan antes de que las punzadas de dolor lleguen al cerebro. No puede escuchar la conversación entre sus captores porque Neymar mantiene su cabeza debajo del agua al mismo tiempo que La Jaiba se para sobre sus pantorrillas, clavándola al suelo. Se desmaya.

         Había llegado a detestar con toda su alma la voz de su mamá cuando le decía que la ayudara a limpiar la casa (no puedo con todo, mija, limpio casas ajenas y estoy muerta), que se vistiera (¿cómo puedes estar en piyama todo el día?), que fuera a la escuela (antes de que la expulsaran de tres secundarias), que se alistara para el trabajo (cuando le dieron el puesto de cajera en Coppel), que no desatendiera a la niña (la única razón por la que ese tipo está contigo). Pero no era verdad. Él la amaba. La amargada de su madre qué podía saber del amor si su esposo cambiaba de mujeres como de bares. Le tenía envidia. Eso era todo.

        Vuelve a abrir los ojos. Supone que perdió el conocimiento porque no sabe en dónde está. Pero todo vuelve poco a poco. Sigue encerrada en el pequeño cuarto, sus manos y pies atados igual que hace un rato, la misma hambre y sed, pero aumentadas. La única diferencia es que su cabello y su blusa están empapados. Un alivio pasajero del calor tampiqueño de verano. Tanta humedad. Luego de resbalar y caer varias veces, logra adaptar la mejor posición posible considerando las circunstancias: sentada con las piernas extendidas y la espalda contra la pared. Desde allí puede ver quién entra y sale por la puerta y no tiene que gastar tantas energías en sostenerse.

        Se pregunta si su novio estará por allí cerca o si logró escapar. Todo sucedió muy rápido. Pura confusión. Ruido. Gritos. Golpes. A ella la agarraron en un cuarto parecido a este, solo que repleto de migrantes. El Cuervo la había puesto a cargo de cuidarlos y mantenerlos «mansitos» mientras él y su amigo se ocupaban de pedir los rescates a las familias. No los mates, pero tienen que saber quién manda. Y ella, como si tuviera un don natural para la tortura, se entregó a su tarea sin pensarlo dos veces. Los llevaba al borde de la asfixia con bolsas de plástico, les aplicaba «el teléfono», les pateaba el abdomen y a veces los quemaba cualquier parte del cuerpo con la punta de su cigarro, sobre todo cuando se aburría de estar encerrada en ese lugar a donde no llegaba la señal de internet. Recibirían mucho dinero. Tendría el iPhone que quería y dinero para ropa nueva. Maquillaje. Zapatos. Crédito para el celular. El Cuervo se compraría una camioneta casi nueva y la llevaría a Monterrey de compras y a una playa bonita, bien, no como la pinche playa de Madero que es para pobres.

        También había llegado a odiar cualquier sonido que saliera de su hija. Sus chillidos. El pitido de su voz. Cuando pedía comida. Cuando decía que le ardía la colita porque estaba rosada. Cuando la sacaba de quicio y luego lloraba por los golpes. Cuando estaba enferma y su tos no la dejaba dormir. Cuando su madre le decía que no podía cuidársela y Ashley tenía que llevarla con ella. O no podía ir a una fiesta. Cuando dormía a su lado y sabía que era una realidad que no iba a cambiar. Ya nada era igual. Cuando El Cuervo le hacía más caso a la escuincla que a ella.

        Si estuvieran buscando a su novio, ya le habrían preguntado a ella. Hubieran aprovechado la tortura para sacarle información, pero no. Parece que lo hicieron por gusto, solo porque sí. Bueno, las cosas nunca suceden solo porque sí. Ashley sabía quiénes eran ellos aunque nadie se lo hubiera dicho. Para cualquiera que llevara viviendo algunos años en el puerto, esas cuestiones eran bastante fáciles de deducir. Si no estabas con unos, estabas con los otros. No era ningún secreto para ella que El Cuervo tenía lazos desde hace tiempo con los del Cartel del Golfo. Su mamá también lo sabía y no dejaba de embarrárselo en la cara como una excusa para prohibir esa relación. ¿Pero quién no estaba con los golfos viviendo en Tampico? Era tradición. Era casi obligado. Los vendedores de películas piratas, los ambulantes, los dueños de los teibols, las teiboleras mismas, y los que se dedicaban a conseguir autopartes tomándolas de otros carros, como El Cuervo hacía a veces para completar sus gastos. A veces se ofrecía a descargar algunos de los contenedores con precursores para drogas que llegaban al puerto, pero era mucho trabajo. Había que subir la mercancía a tráilers entre la que se escondía la droga y a su novio no le gustaba tanto hacer esfuerzo físico porque lo hacía sudar mucho, como si no tuvieran ya bastante con el clima, y eso arruinaba sus camisas vaqueras. Pero de vez en cuando tenía que hacerlo. Era normal. Las parejas de sus amigas estaban en lo mismo. ¿No podía su mamá entender eso? Todo mundo lo hacía.

        El Cuervo. Piensa en él y sonríe sin querer. Está enamorada. Un día de estos van a casarse. Se lo prometió. Dejaría a la idiota de su mujer, a sus hijitas, y se iría con Ashley. Pero primero tenía que salir de allí. Ahora está segura de que lo tienen también a él. Por eso no lo buscan. ¿Qué más iban a hacerle? ¿Hasta cuando la tendrían encerrada? Casi podría no importarle estar allí por más tiempo si tan solo le dieran un poco de agua y comida. Se siente mareada, exhausta, acalambrada. Tiene un dolor de cabeza de una intensidad que no conocía. Se duerme a ratos, abre los ojos, vuelve a perderse. La habitación siempre tiene el foco prendido y es imposible saber si es día o noche. No tiene idea de la hora. Intenta llorar, pero tiene los ojos secos.

        Con él era todo diferente. Su madre la hacía sentir un fracaso con todos sus reclamos y exigencias; en cambio él la hacía sentir la mejor. Con él escondía sus ganas desesperadas de morir. Con él suprimía su mal humor, el frenético deseo de gritar a golpear a quien se le pusiera en frente. Si lo descubría hablando con otra podía sofocar su boca enloquecida con una toalla, de ser necesario. Podía desquitarse con la niña después. O con los mugrosos migrantes. Le causaba placer el simple hecho de estar en un lugar en donde él ha estado. Su olor. Saberlo allí. Con él era otra. La que quería ser por el resto de su vida.

        La despiertan los tablazos en las plantas de los pies. ¿A qué horas le quitaron los zapatos? El chico con pelo de Neymar parece disfrutar haciéndolo. Ella gime: esos golpes deberían hacerla gritar, pero su cuerpo tiene muy poca fuerza como para hacer algo más. Apenas y se da cuenta; es como si sus sentidos se hubieran marchitado. Ya no puede oler nada. Debería percibir el sudor del Neymar tan cerca; suda a chorros mientras la golpea. Pero no puede. Tampoco detecta ningún olor en ella misma. Él mismo la acusó hace poco de apestar. ¿Por qué no puede oler nada? ¿Se está muriendo?

        ¿Y el dolor? Puede ver cómo él golpea sus pies, pero fuera de un retumbar por todo su cuerpo, un movimiento incómodo, no siente nada más. Él abre la boca en repetidas ocasiones, su rostro se distorsiona a veces como si gritara, pero tampoco puede escucharlo. Como aquella vez que fue con su mamá a la playa Miramar, de niña, y unas olas la revolcaron cuando ella hacía castillitos de arena en la orilla. Recuerda que giró y giró abajo del agua con los ojos abiertos, entre el agua oscura, pero sin oír nada, un silencioso estruendoso como si alguien le tapara los oídos. Cierra los ojos otra vez, mecida por los golpes y el recuerdo de ese día en la playa. Su mamá se asustó mucho y la cargó en brazos apenas las olas volvieron a escupirla sobre la arena. La cubrió de besos y le compró un mango enchilado y uno de esos papalotes que vendían los ambulantes. Todo era más sencillo entonces. Lo que deseaba eran más sencillo de obtener.

        Ashley aceptó la propuesta de El Cuervo a pesar del trabajo en Coppel. Era muy pesado porque tenía que estar muchas horas y ganaba muy poco, pero si te esfuerzas pronto te darán un aumento, le decía su mamá. Me explotan y mi jefa es una perra, contestaba Ashley. Es dinero seguro y es trabajo decente, insistía su madre cuando la escuchaba quejarse en la noche, cansada, amenazando con renunciar. Te dan crédito allí mismo y puedes ir ahorrando poco a poquito. Su mamá y sus buenos deseos. ¿Con ese suelducho de mierda que le pagaban en cuánto tiempo podría comprar el iPhone? Sobre todo porque apenas cobraba la quincena se le iba en cualquier tontería. Y su madre quería que cooperara con los gastos de la niña y ahorrara. ¿En qué realidad vivía?

        Ashley dormita sin soñar, sin abandonarse por completo. No se trata de un sopor capaz de alejar al mundo en su totalidad. Aunque tenga los párpados cerrados, la situación es igual que antes. ¿Tendría que haber cambiado solo porque ella volvió a dormirse? Le parece escuchar ruido de urracas a lo lejos. Las envidia. Envidia a todos los seres vivos que siguen sus existencias allá afuera como si nada, como si ella no estuviera presa, hambrienta, apestosa, con sed y el terror atragantándola.

        No sabe cuántos días han pasado. ¿La estará buscando su mamá? Piensa en ella. Si estuviera en casa podría recostarse en la cama y ella la llamaría a cenar. Cocinaba comida de pobre, los detestables frijoles, pero a veces preparaba platillos con pollo o carne. La idea de comida la hace salivar. Si tan solo eso le quitara la sed. Si abre los ojos puede ver el suelo sucio perpendicular a su visión. Ya no puede sostenerse contra la pared. Está mareada, débil. No quiere pensar en cómo luce. ¿Qué diría El Cuervo si la viera? Se daría cuenta de que sin maquillaje no es tan bonita. La dejaría para irse a buscar otra más linda. Ese termina siendo siempre el problema con los hombres.

        Lo amaba y por eso se puso a su disposición. Desde que andaba con El Cuervo no podía dejar de admirar su propia figura en los aparadores de las tiendas. Se sentía libre, deseada, hermosa. Por fin era alguien. Por eso no podía dejarlo. No podía regresar a su vida sin él. ¿Es que mamá podía no entenderlo? Ya era imposible regresar a la escuela, a los quehaceres de la casa, a que le dieran órdenes y le pusieran horas de llegada cuando salía. Tenía que estar con él. Tenerlo feliz para que no la dejara nunca.

        Escucha a lo lejos voces masculinas. Las reconoce. Pertenecen al que le dicen La Jaiba y al pelos de Neymar. Gritan como si discutieran del otro lado de la puerta. No puede entender lo que dicen, solo que están exaltados. ¿Pelean? La puerta hace un chirrido al abrirse, pero solo entra La Jaiba. ¿Para qué viene? Ella trata de enfocar, pero ve borroso. No importa. Decide dormir. De pronto tiene mucho sueño.

        –No te duermas, pinche vieja culera.

        La orden llega a los oídos de Ashley al mismo tiempo que el dolor a su cuero cabelludo. El hombre la jala del cabello y la hace incorporarse, solo para dejarla caer segundos después. Su cuerpo hace el mismo ruido que un costal de naranjas. La Jaiba repite aquello hasta que ella queda sobre sus rodillas. Al parecer es la posición que buscaba, porque cuando la ve así, ya no la vuelve a levantar. Pone frente a ella una cartulina blanca y le entrega un plumón de color negro.

        Y sí: le queda claro que no puede equivocarse.

     Parecía tan sencillo. Los Zetas que eran unos retrasados mentales lo hacían todo el tiempo. Los que eran listos se aprovechaban de la situación, punto. Por eso el mundo les pertenecía. Esa era la ley de la vida. No serían ellos los únicos pendejos que dejaron pasar la oportunidad. Los centroamericanos tenían que pasar por Tamaulipas si querían llegar a la frontera. Los Zetas los secuestraban desde que entraban al país, al sur, hacían sus tranzas, los mataban o los dejaban ir. En Veracruz los volvían a coger los Zetas jarochos y era lo mismo, con la única diferencia de que el número de migrantes se reducía en cada redada. Lo único que tenían que hacer, dijo El Cuervo, era agarrarlos antes de que cayeran en manos de los Zetas tamaulipecos. Él ya sabía por dónde llegaban. Capturarían solo a un grupito para empezar, llamarían a sus familiares, pedirían el rescate, tomarían el dinero y los dejarían ir. Ni siquiera los meterían vivos a las fosas como hacían los Zetas. Ellos no eran así. Solo se quedarían con el dinero y listo. ¿No era una gran idea?

        Los debieron de haber colgado desde la madrugada. La nota del periódico indica que los cuerpos fueron vistos por varios testigos poco antes de las seis de la mañana cuando esperaban el transporte público en Avenida Hidalgo. Los tres tenían cartulinas colgadas del cuello, como baberos gigantes, a excepción del decapitado, que la tenía clavada en el torso desnudo. Como entró norte desde un día antes, los cadáveres se mecían con el viento bajo el distribuidor vial que levanta la avenida Hidalgo sobre el bulevar Loma Real. De lejos se perdían las sogas que los sujetaban y daba la impresión de que volaban libres. Fue la vecina la que le trajo el periódico. Las noticias malas siempre tienen alas. Doña Meche no puede dejar de pensar en un libro de español de Ashley, de cuando iba en primaria y le pedía ayuda para hacer las tareas. El tema era el de los refranes. No hay mal que por bien no venga. ¿Qué bien podía venir de esto? La última vez que vio a su hija fue hacía tres días. Doña Meche no dejó de rezar para que el Santísimo se la devolviera. En el puerto, la gente o se desaparecía para siempre, o aparecía tras unos días, siempre muerta. La vecina entró con el periódico de la tarde y sin decirle nada lo puso frente a Meche, que comenzaba a palmear la masa de los bocoles para la merienda.

        Esto les ba a pasar a todas las ratas ke se metan con los Zetas. 

        Imposible saber quién era el dueño de aquel cuerpo sin cabeza. Tal vez aparecería más tarde en alguna hielera, no muy lejos del puente. Era común que lo hicieran así. Les gustaba repetir sus modos o no tenían mucha imaginación, pensó doña Meche.

        Avranse a la verga los ke apollen a los putos del CdG. Atte, Z4 y Z12

      Ese mensaje cuelga del hombre que andaba con su hija. Ese que le decían El Cuervo. Doña Meche traga saliva. Las malas compañías. Dime con quién andas y te diré quién eres. Nunca le gustó ese tipo. Si todo el mundo sabía en lo que andaba. Y Ashley, Ashley tan necia.

        Me isieron lo ke yo les ise a ellos. Así kedé x puta y rata.

     Su hija desnuda salvo por sus pantaletas sucias. Las piernas chorreadas, el cabello cubriéndole la cara porque la soga había echado su cabeza hacia adelante, como si ella misma tratara de leer el letrero que le cubría los pechos. Y la letra. La caligrafía que tantas planas llenó cuando aprendía a escribir. Cuando le gustaba estudiar. Cuando la obedecía. Su letra inconfundible.

        Su hija.
        Su hija.
        Su hija.

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