Cuento: Todo debía ser perfecto

Te levantas, te miras al espejo. Sonríes. Es poco frecuente que lo hagas, pero hoy es diferente. Hoy te ves especialmente radiante. No es para menos, es un día importante para ti.

En el armario te espera tu nuevo vestido negro, corto y escotado. Difícil perderlo de vista entre tantas prendas de colores pasteles. La tela se desliza fácilmente por tu cuerpo. Te sorprende lo bien que se ciñe a tus curvas a pesar de los años. No es algo que una mujer como tú suele usar. pero, ¿qué más da? Es perfecto para esta noche; quieres causar impresión.

El reflejo te observa mientras coloreas tu pálido y bello rostro. Los labios, carnosos, forman una especie de beso y son maquillados con el tono más rojo y brillante que posees. Has sacado el labial del rincón más recóndito del cajón de la ropa interior. Una lástima. El rojo siempre ha sido tu color favorito. Contrasta con tu piel, de la misma manera en que lo hace una gota de sangre sobre sábanas blancas. 

Dibujas una línea oscura sobre cada ojo, tan fina y uniforme como te es posible, para que no se note que eres principiante. Con un poco de máscara para pestañas acentúas tu mirada hipnotizante. Tus ojos centellean. Nunca los has visto así.

Adornas tu cuello con una serie de perlas que acompañas con unos aretes a juego. El toque final: un anillo de rubíes que jamás usas. A excepción de ocasiones especiales, como ésta. Las palabras no te salen de la boca. No tienes idea de quién es la mujer frente a ti, pero sabes que luce perfecta.

Para cuando terminas de preparar todo, el sol ya se ha ocultado. La casa se encuentra impecable, como nunca antes. Los platos lavados, el suelo fregado, los muebles sacudidos y la mesa servida. Estás orgullosa. Miras el reloj: justo a tiempo. No quieres que tus invitados piensen mal de ti. Incluso, te has tomado la molestia de preparar tu postre especial: pastel de fresas.

Te sientas a la mesa, con una copa del mejor whisky del que dispones. Esperas. El sonido de las mancillas del reloj repiquetea en tus oídos. Tomas otro trago; el último. Tú nunca bebes alcohol, pero hoy haces una excepción, como en todo lo demás. Tus ojos, deseosos, se pierden en la apetitosa cena que aguarda tu plato. Si no te apresuras perderás el hambre. Dejas la copa encima del sobre blanco y te dispones a llevarte el primer y único bocado a la boca. Un estallido de placer atraviesa tu paladar cuando degustas el sabor de la pólvora.

Exquisito. Todo ha quedado perfecto. 

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